Una característica de la sociedad del siglo XXI es el alto volumen de
información que se ha acumulado en todas las áreas del saber. Es tal la magnitud de los datos disponibles
que nadie puede aspirar al conocimiento global, y tampoco estar al tanto
de todos los inventos, descubrimientos y creaciones que a diario surgen de
todos los ámbitos del quehacer de la humanidad.
Una consecuencia de esta explosión del conocimiento es la
especialización extrema a la que se ven obligadas las personas que ejercen en
las diversas actividades, oficios y profesiones, quienes ante la avalancha de
información no tienen otra alternativa más que encerrarse en el dominio
específico de su disciplina. Así, son
cada vez más escasos esos respetados personajes de antaño con conocimientos
enciclopédicos, los que han sido desplazados por estos modernos profesionales,
quienes aunque pueden ser muy competentes en sus áreas o especialidades,
carecen de todo interés y conocimiento por aquello que esté más allá de su
esfera de acción inmediata.
¿Es necesario en nuestra moderna sociedad ese antiguo saber
multidisciplinario? ¿Qué sucede con el
conocimiento de la historia universal, el arte, la literatura, la filosofía y
en general, todas esas manifestaciones de la creación humana que se han
asociado desde siempre al bagaje imprescindible de toda persona reconocida como
culta? O es quizás una situación ya del pasado, innecesaria en una época
como la nuestra, saturada por volúmenes ingentes de datos fácilmente asequibles
desde Internet, y en donde se valora por sobre cualquier otro aspecto, la
especialización disciplinar de los ciudadanos.
Para intentar comprender mejor este escenario
sugiero revisar conceptualmente a la esencia de la civilización digital, es
decir a la triada: datos, información y conocimiento. Si analizamos a
estos tres elementos podemos observar que entre ellos existe una jerarquía, y
que cada uno mediante interrelaciones genera al siguiente. Así, la asociación
de datos produce la información, y la interpretación de la información crea el
conocimiento.
Sin embargo, ¿es el conocimiento el último
eslabón de la cadena? Por supuesto que no, ya que existe un siguiente nivel: la
sabiduría. Nuestra sociedad lamentablemente, por privilegiar al conocimiento, ha
olvidado que la sabiduría es el estado cognitivo que define la esencia de
nuestra especie “Homo Sapiens” Por lo
tanto, todo ser humano debe y merece acceder a la sabiduría, entendiendo a ésta
como una capacidad personal, desarrollada a través del conocimiento, la
reflexión y la experiencia, que permite encontrar el verdadero sentido de la
vida. Con el conocimiento sabremos hacer las cosas correctamente, pero sólo con
la sabiduría sabremos hacer las cosas correctas.
El poeta y dramaturgo T.S. Eliot
(1888-1965), premio Nobel de Literatura de 1948, en su obra titulada “El primer coro de la roca” (1934),
escribió de manera premonitoria:
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?
Y efectivamente, es ese el gran problema de nuestra civilización, con el
exceso de información y conocimiento nos hemos olvidado de la sabiduría. Sin
embargo, recuperarla no se vislumbra una tarea simple ya que a diferencia de la
información y el conocimiento, que son compartidos y fácilmente asequibles con
un clic del computador, la sabiduría es
individual y alcanzarla es un camino personal, gradual, de mucha lectura y
reflexión, a menudo árido, y que muchos aspectos define casi una opción de vida.
En el mundo digital y globalizado del siglo XXI consideramos al binomio información- conocimiento como un fin para obtener poder - de cualquier tipo -, en circunstancia que debe ser entendido sólo como un medio para llegar a un nivel de entendimiento superior, con el cual se alcanza en definitiva la verdadera libertad, y también la verdadera felicidad. Solo cuando cada ciudadano sea libre y feliz, podremos aspirar a una sociedad más justa y solidaría.
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