2 de octubre de 2006

Historia de los espejos (4 junio 2006)

Los espejos, esos cristales consentidores, que nos han acompañado desde tiempos inmemoriales, no sólo alimentan el ego y la vanidad de quienes se observan en ellos, también permiten al ser humano acceder, a través de su reflejo, a un dimensión más profunda de su individualidad

Por Hugo Jara Goldenberg

Publicado en el diario El Sur, el 4 de junio de 2006.

En un canal de la televisión abierta podemos ver, en la franja de inicio de las transmisiones, a un grupo de personas en el acto de observarse al espejo durante el ritual del acicalamiento matinal. Desfilan por la pantalla una dueña de casa peinándose, un anciano que se anuda la corbata, un joven preocupado de arreglar su descuidada imagen y la infaltable niña buena moza maquillándose convenientemente. Cada uno de ellos gesticula y adopta poses tales como mirarse fijamente, fruncir el seño, observarse de perfil, ordenar el cabello y otras gestos, que todos podemos reconocer como propios, y que parecieran reflejar algo más que un comportamiento narcisista. Pero además de las personas y sus ademanes, no hay que olvidar a otro elemento, que es igual de importante es esa escena, y que a primera vista pasa desapercibido: el espejo.

Es ese objeto reflectante el que permite que los seres humanos, los únicos de la creación capaces de reconocer intelectualmente su individualidad, puedan observarse físicamente a sí mismos, en un acto que parece tener profundas raíces psicológicas. Y es que los espejos, esas superficies lisas dispuestas por doquier, ejercen sobre el ser humano un influjo irresistible. Quién en un ascensor, o en cualquier lugar en donde haya uno, puede evitar el acto de observar su imagen, aunque sea disimuladamente. Pero de todos los espejos, hay uno que posee características especiales, y es aquel que nos acompaña en nuestra intimidad. Cuando nos preparamos para una nueva jornada, con la toalla al cuello y el cepillo de dientes en la mano, se transforma en el más fiel de los confidentes. Pero también en un testigo inmisericorde del fluir del tiempo, es él quien pone de manifiesto las primeras canas, esas indeseables arrugas, y muchas otras señales que nos recuerdan de forma permanente, y también dramática, nuestra condición efímera.

Dada la maravillosa propiedad de los espejos de reflejar la luz que incide en su superficie, no es extraño que haya intrigado y embriagado desde siempre la imaginación de la humanidad. Así, estos objetos reflectantes han estado presentes en todos los ámbitos del quehacer del hombre: el espiritual, el científico, también en el artístico. Por supuesto que la literatura no es la excepción y muchos escritores los han utilizado en sus obras, como un elemento metafórico para representar el acceso a mundos mágicos, realidades alternativas o visualizar el Yo interno, como ejemplo basta con recordar a autores de la talla de Lewis Caroll o Jorge Luis Borges, entre muchos otros.

Místico y utilitario

Aunque los espejos están integrados en nuestra cotidianeidad, ocurre que muchas veces son considerados como objetos meramente decorativos y pocas personas reparan en su verdadera naturaleza. Para poder conocer de mejor forma a este notable artefacto podemos recurrir a un libro recientemente aparecido en las librerías, se trata de “Historia de los espejos” (Ediciones B), de Mark Pendergrast. En una obra extensa, pero a la vez didáctica, el autor nos presenta una relación de los hechos y circunstancias que han transformado al espejo en un compañero inseparable del ser humano, desde tiempos prehistóricos.

Pendergrast inicia su obra aclarando que los espejos sólo tienen sentido cuando alguien se mira en ellos, por lo que la historia del espejo, sería en cierta forma la historia de la luz y de la visión. Pero ¿es necesario que quién observa la imagen reflejada en la superficie, tenga conciencia de lo que percibe, para que el espejo exista conceptualmente?, de ser así este aparato reflectante sólo tendría validez para el ser humano, aunque estudios demuestran que los simios superiores, e incluso los delfines y los elefantes, también son capaces de reconocer su imagen.

De cualquier modo, el espejo adquiere un sentido utilitario cuando el ser humano toma conciencia de su identidad y encuentra en esas superficies mágicas un medio para acceder al mundo místico de deidades y poderes ocultos. Todas las civilizaciones antiguas los utilizaron con fines religiosos y ceremoniales, y en el ritual de la muerte su uso era recurrente. En el ajuar que se preparaba a quienes fallecían no podía faltar un espejo, que era el medio que permitía al difunto encontrar la entrada al más allá. Pero también los espejos han tenido desde siempre un uso más profano, asociado al acicalamiento y a la aplicación de cosméticos, ya que como dice el autor, el ser humano, desde tiempos inmemoriales, ha recurrido por vanidad a ese “cristal adulador”.

Y por supuesto que no puede faltar la referencia a la utilización de los espejos con fines científicos, lo que nos permitirá conocer desde la leyenda que cuenta cómo el sabio Arquímedes los empleó para incendiar desde lejos los barcos romanos que sitiaban su ciudad, hasta su uso como el corazón de los grandes telescopios que permiten escudriñar las profundidades del espacio-tiempo.

En la parte final el autor hace una profunda reflexión sobre un artefacto que posee la capacidad tanto de mostrar la realidad, como de ocultarla, y cuya utilidad va más allá de lo cotidiano y doméstico. Desde el punto de vista de la psicología y la antropología, el ser humano visualiza en un espejo algo más que su imagen corporal; puede observar también el Yo interno, y en cierta forma su reflejo material le permite acceder a su conciencia. Y es ese un ejercicio que lo acerca a una dimensión más espiritual de la existencia.

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