1 de septiembre de 2006

Peripecias de un pintor viajero (27 noviembre 2005)

Mauricio Rugendas poseía el envidiable don de repetir en un papel o un lienzo el paisaje que estaba mirando, y hasta transmitir sentimientos profundos a partir del detalle de las hojas, o del modo en que el gañan se amarraba los pantalones en un dibujo criollo costumbrista.

Por Hugo Jara Goldenberg

Publicado en el diario El Sur, el 27 de noviembre de 2005.

El ser humano ha sentido desde siempre fascinación por los paisajes y la fauna, en especial por aquella naturaleza lejana y exótica, que al saberse inalcanzable, despierta en nuestra imaginación ancestrales sueños de viajes y aventuras. Nuestra sociedad moderna, caracterizada por el sedentarismo satisface esa necesidad, con libros, revistas y programas de televisión que nos llevan a los lugares más apartados del mundo sin abandonar la comodidad y seguridad del living de nuestro hogar. En esta tarea juegan un rol importante profesionales como los fotógrafos y camarógrafos que tienen la responsabilidad de captar y envasar la experiencia sensorial que significa observar la naturaleza, para mostrarla posteriormente al gran público.

Pero ¿qué sucedía antes, cuando no existían la fotografía y la televisión?. Pues ese papel lo cumplían los artistas viajeros, personajes dotados de un gran talento para el dibujo y que acompañaban a los exploradores tomando nota y realizando dibujos de todo lo que observaban en la naturaleza..

En el libro “Un episodio en la vida del pintor viajero” del escritor argentino César Aira, podemos conocer a uno de los más famosos de estos artistas: Juan Mauricio Rugendas, a quien recordamos por aquellas inolvidables ilustraciones que aparecen en los libros de Historia de Chile y que constituyen auténticas crónicas visuales que permiten conocer como era la vida cotidiana de nuestro país en el siglo XIX.

Cosa de familia

Rugendas nació en la ciudad imperial de Ausburgo en 1802, aunque su familia tenía sus raíces en Cataluña. Era hijo y nietos de connotados pintores, y desde muy joven se inició en el aprendizaje del oficio familiar. Estudió pintura de la naturaleza en la Academia de Munich, como anticipándose a lo que le deparaba el futuro, una vida azarosa y aventurera, en donde podría conjugar sus dos grandes inquietudes: los viajes y su vocación por el arte pictórico. Como muchos jóvenes dibujantes de su época, se embarcó en una de las tantas expediciones que partían hacia América; un continente, que con su exuberancia y misterio, despertaba la imaginación de los europeos. A lo largo de muchos años visitó diversos países: Brasil, Haití, México, Perú , Argentina, Uruguay y Chile, entre otras naciones, lo vieron recorrer sus territorios.

En los 20 años que estuvo en América desarrolló una labor fecunda, el catálogo de su obra registra 3.353 piezas, entre óleos, acuarelas y dibujos. Rugendas era no sólo un esteta, sino también un naturalista y sus pinturas poseen la cualidad de transmitir al observador tal cantidad de información y emociones que, sobrepasando el plano estético, se pueden percibir detalles de la historia, costumbres, ambientes sicológicos y culturales de la escena retratada. No en vano su obra es reconocida como un testimonio gráfico del pasado de Latinoamérica, y como tal figura en todos los textos históricos y geográficos de nuestro continente.

Un episodio en la vida del pintor viajero” relata un pasaje en la vida de Rugendas, en particular un viaje que realizó a Argentina en diciembre de 1837. Cruzó la cordillera de Los Andes desde San Felipe en Chile, acompañado del pintor alemán Robert Krause y el objetivo del viaje era recorrer y conocer todo el país y posteriormente visitar Bolivia. Sin embargo el destino dispuso otra cosa y Rugendas sufrió un grave accidente que modificó dramáticamente su vida.

El texto, aunque breve, nos sumerge en el ambiente de la época y de los personajes: parece que acompañamos a este pintor viajero cuando en los descansos de la expedición, despliega sus hojas y lápices y da cuenta de la majestuosidad de los paisajes, y también sentimos como propio el sufrimiento y la desesperación que provoca en el artista, aquel desafortunado accidente.
(Lom Ediciones)

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