2 de octubre de 2006

La parentela no reconocida del hombre (10 septiembre 2006)

Si hay algo que une e iguala a los seres humanos, es el orgullo de sentirse integrantes de una especie superior. Las elevadas manifestaciones de nuestra mente nos otorgan una supremacía incuestionable y pareciera que toda la naturaleza fue dispuesta para nuestro servicio.

Por Hugo Jara Goldenberg
Publicado en el diario El Sur, el 10 de septiembre de 2006. Ver artículo....

Todas las culturas, pasadas y presentes, han elaborado cosmovisiones que otorgan al hombre un status privilegiado. Desde tiempos inmemoriales, nuestros antepasados ya creían llevar en sí mismos la impronta de Dios. Hemos asumido, desde entonces, que fuimos puestos en este lugar cósmico de acuerdo a un plan supremo, y con atribuciones para disponer, a nuestro arbitrio, de todo lo que nos rodea; incluidos los demás seres vivos. Sin embargo, el avance del conocimiento ha propinado algunos duros golpes a la vanidad humana. En pleno Renacimiento, el astrónomo Nicolás Copérnico nos privó del privilegio de vivir en el centro del Universo. Tres siglos más tarde, el naturista Charles Darwin asestaba otra bofetada, al determinar que nuestra sustancia material no es distinta a la de los demás seres que nos acompañan en la aventura de la vida.

Pero a pesar de estas contrariedades, las elevadas manifestaciones de nuestra mente, nos otorgan capacidades tan exclusivas, que seguimos actuando como la especie dominante de la creación. Desde la noche de los tiempos, el límite que separa a los seres humanos del resto de los animales ha sido tan evidente, que incluso nuestra moral se ha adecuado para sentir y actuar de esa manera. Cuando nos relacionamos con las especies inferiores, operan consideraciones éticas y legales distintas, las que no dejan espacio para conceptos como la compasión y el derecho.

Aunque siempre han existido personas que, de una u otra manera han abogado por un mejor trato a todos los seres vivos -de inmediato se nos viene a la mente la imagen de San Francisco de Asís-, la sociedad no da a su discurso más valor que la manifestación de personas especialmente sensibles. Y a pesar de que quienes gustan de los animales y disfrutan de mascotas pueden dar fe que muchas veces estas criaturas manifiestan comportamientos que implican un grado superior de inteligencia; no es prueba suficiente para dudar de lo establecido. Parece evidente que los animales no poseen la capacidad de razonar y su conducta obedece exclusivamente al instinto. Por supuesto que es imposible que tengan algún grado de conciencia y menos que puedan acceder al habla, esa maravillosa herramienta humana que parece tener un rol determinante en el desarrollo de las capacidades cognitivas superiores.

Primos hermanos

Pero la ciencia, con sus estudios sobre el comportamiento animal, parece que modificará drásticamente esta milenaria forma de entender la naturaleza humana y su relación con los demás animales. En las postrimerías del siglo pasado, un grupo de científicos realizó experimentos con algunos grandes simios. Un capítulo importante de esta investigación fue el trabajo de Roger Fouts, un profesor de psicología de la Universidad Central de Washington. De su experiencia de más de treinta años estudiando el origen de la inteligencia y el lenguaje, y de la constatación que algunos primates pueden llegar a comunicarse fluidamente con nosotros, ha publicado, con la colaboración de Stephen Tukel Mills, el libro “Primos hermanos, lo que me han enseñado los chimpancés acerca de la condición humana” (Ediciones B).

Se trata de una obra muy emotiva, que a la amplitud de los conocimientos científicos, agrega la profundidad de los sentimientos y las emociones. En la introducción nos enteramos que la infancia del autor transcurrió en el campo, lo cual le permitió desarrollar una gran empatía con la naturaleza y los animales. Después de terminar la Universidad, logra postgraduarse en un área poco cotizada: la psicología experimental, encargada del estudio de los animales en cautiverio. Como una forma de financiar sus estudios, se le ofrece un trabajo de media jornada que consiste en intentar la comunicación con un primate. Sería el ayudante de un matrimonio de investigadores que habían adoptado a una joven hembra de chimpancé, llamada Washoe. El objetivo del experimento era enseñarle a hablar con las manos, utilizando el lenguaje de signos americano (ASL).

Esta experiencia fue determinante en Fouts, no sólo porque definió su futuro profesional, sino también por la estrecha relación afectiva que desarrolló con la pequeña chimpancé. A partir de ese momento se transformó en incansable defensor de la causa de los animales.

El demostrar que los chimpancés poseen capacidades intelectuales y afectivas que los acercan al ser humano, le significó enfrentar a una parte importante de la comunidad científica y poner en riesgo su futuro como investigador. Muchos de sus colegas insisten en dar un trato despiadado a cientos de chimpancés que son encerrados en jaulas y sometidos a crueles torturas. En nombre de la ciencia, y bajo el eufemismo de experimentos necesarios, no se duda en violentar la dignidad de seres, que en la escala evolutiva son nuestros primos hermanos.

A través de un relato conmovedor, seremos testigos de la lucha que muchas personas están dando por los derechos de los grandes simios. También tendremos la oportunidad de reflexionar sobre nuestra condición humana y la responsabilidad que nos asiste en el cuidado y respeto de todas las formas de vida, y de la naturaleza en general.

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